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martes, 30 de marzo de 2010

La alabanza que Dios acepta

La alabanza que Dios acepta

Estaba participando en un culto cuando quién dirigía la alabanza incitó al auditorio: “Alabe, hermano, alabe al Señor. Alabe para sentirse bien. Para eso hemos venido a adorar a Dios, porque alabando nos sentimos bien”.
Pr. Salvador Dellutri
Estaba participando en un culto cuando quién dirigía la alabanza incitó al auditorio: “Alabe, hermano, alabe al Señor. Alabe para sentirse bien. Para eso hemos venido a adorar a Dios, porque alabando nos sentimos bien”.
Cuando me retiré a mi hogar lo hice pensando en esa afirmación y preguntándome: ¿Alabamos a Dios para sentirnos bien nosotros? ¿La adoración tiene como finalidad el confort del hombre o la gloria de Dios? ¿Acepta Dios la adoración de un pueblo que lo alaba con el propósito egoísta de sentirse bien? Es verdad que cuando alabamos juntos con su pueblo somos bendecidos y nos sentimos bien, pero ¿puede ser este el móvil de nuestra adoración o nuestra alabanza?
Creo que todas estas manifestaciones exuberantes de alabanza que están estallando en medio del pueblo de Dios deben ser analizadas con equilibrio y serenidad, evaluadas a la luz de la Palabra de Dios, y enfocadas desde una óptica espiritual. De no hacerlo así podríamos caer en una alienante fiebre “alabancionista” que terminará por debilitar al pueblo de Dios y precipitar catástrofes espirituales de grandes proporciones.
La alabanza y adoración del pueblo de Dios no pueden estar condicionadas por las demandas del mercado, ni por deseos, aspiraciones u opiniones humanas, sino por la Palabra de Dios. Solo si somos fieles a su Palabra y cuidadosos en lo que hacemos, podremos presentar a Dios una alabanza que sea aceptable.
Nadab y Abiú, hijos de Aarón, sobrinos de Moisés y flamantes sacerdotes, tomaron sus incensarios, colocaron el fuego y quemaron incienso presentándolo al Señor como ofrenda de adoración. Pero colocaron un fuego extraño, que el Señor nunca les había mandado y fueron consumidos por el fuego santo que salió de la presencia de Dios. (Levítico 10).
Cuando David quiso llevar el arca a Jerusalén, en su primer intento se frustró y Uza murió al extender su mano para evitar la caída del sagrado mueble. Recién en el segundo intento, cuanto tomaron en cuenta todas las demandas de Dios, tuvieron el éxito esperado. (2 Samuel 6)
Estos episodios tienen que solemnizar nuestro corazón frente al tema de la alabanza y la adoración a Dios. Podemos ser sinceros en lo que hacemos, y estar ofreciendo fuego extraño delante de la presencia de Dios, o podemos tener la mejor de las intenciones (Uza la tuvo) y sin embargo sufrir las consecuencias de nuestra ignorancia espiritual. La alabanza y la adoración no deben tomarse livianamente, no pueden evaluarse con interpretaciones ligeras de textos sacados del contexto, necesitan ser consideradas con seriedad, porque pertenecen a las cosas santas que deben ser manejadas con cuidado.
I. ¿Adoradores o Alabadores?
La Samaritana que se acercó a Jesús junto al pozo de Jacob le presentó al Señor un dilema que, entre otros, separaba a judíos y samaritanos: “Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que Jerusalén es el lugar donde se debe adorar” (Juan 4,20). Sabiendo que Jesús era judío creyó poder iniciar una larga polémica. Jesús no tomó una posición neutral y evaluó la enseñanza de los samaritanos diciendo que adoraban lo que no sabían, mientras que los judíos adoraban lo que sabían (v. 22), pero enfatizó que Dios no busca lugares de adoración, sino adoradores.
La Adoración es el homenaje y la reverencia que rendimos a Dios, reconociendo su poder, autoridad, dominio, grandeza y santidad; y la palabra implica mucho más que la expresión verbal, es la entrega de todo el ser que se inclina para rendir a Dios toda la vida.
Con mucha propiedad, Abraham, el padre de los creyentes, cuando se despide de sus siervos para ir al monte donde tendría que ofrecer a Isaac les dice: “Esperad aquí con el asno, y yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos” (Génesis 22,5). El término está utilizado con toda propiedad: Abraham iba a inclinarse ante la soberana voluntad de Dios y a entregarle todo su ser en la persona de su hijo. La alabanza es la expresión verbal de la adoración, la manifestación visible de una relación íntima con Dios. Notemos que el Señor dijo que Dios busca adoradores y no simplemente alabadores. Ser adorador es apropiarse de un oficio permanente, vivir íntimamente rendido en forma incondicional a la voluntad del Señor, mientras que la alabanza es solo la expresión externa, verbalizada, de lo que sucede interiormente.
Es importante tener claras las diferencias entre adorar y alabar, porque vivimos un tiempo de frivolidad posmoderna en que confundimos despreocupadamente los términos. La iglesia está plagada hoy de alabadores que con toda superficialidad proclaman estar adorando a Dios. Es que resulta muy fácil y atractivo ser alabador, lo difícil es asumirnos como adoradores. Lo que Dios busca son adoradores y no meramente alabadores. Un adorador se expresa a través de
la alabanza, pero no todo el que alaba es un adorador. Las manifestaciones verbalizadas y a veces eufóricas de alabanza, la repetición constante de canciones dirigidas a Dios o las expresiones públicas de agradecimiento no son garantía de que respondan a actitudes interiores de adoración. Pueden ser manifestaciones sensoriales o exhibicionistas que satisfacen a la carne pero que no expresan actitudes internas de corazón.
Muchas veces la alabanza es hábilmente manejada por especialistas expertos en crear climas altamente emotivos que desembocan en desbordes emocionales a los que pretenden hacer pasar por manifestaciones del Espíritu. Se confunde el fuego de Dios con la hoguera encendida por el hombre. Recordemos que cuando Elías pidió fuego del cielo roció con agua el sacrificio, no dejando lugar a dudas, la manifestación de poder era de Dios y no de los hombres. Cuando el hombre echa fuego puede lograr manifestaciones humanas, pero el Espíritu Santo se retira del escenario. Por eso el Señor subrayó que Dios no busca alabadores, sino adoradores. Porque hay notables diferencias entre ser un alabador y ser un adorador.
El adorador tiene un oficio permanente, que cumple durante todas las horas del día, vive inclinado delante de su Dios y busca hacer su voluntad. El alabador ejecuta una tarea esporádica sujeta a tiempos y situaciones. El adorador busca agradar a Dios en todo y expresa esto en la alabanza. El alabador busca sentirse bien él en un acto de autocomplacencia que busca como excusa a Dios. El adorador entrega su vida, el alabador quiere beneficiar su vida. El adorador se mueve por la acción del Espíritu, el alabador necesita de la incentivación de la carne. El adorador busca ser manejado por Dios, el alabador quiere manejar a Dios. El adorador acepta la voluntad de Dios sea cual fuere, mientras que el alabador quiere modificar la voluntad de Dios por medio de su alabanza. Pero adoradores y alabadores se confunden, ¡porque los adoradores también alaban!
¿Cuál es, entonces, la alabanza que Dios acepta? Es aquella que expresa la adoración de un verdadero adorador. Señalemos las características de un verdadero adorador.
II. Las características de un verdadero adorador
a. Un verdadero adorador tiene una experiencia personal con Dios.
Dios no puede aceptar la alabanza de quién no ha experimentado el nuevo nacimiento, porque “Dios es juez justo, y Dios está airado con el impío todos los días” (Salmo 7,11). Para alabar a Dios hay que estar en una relación correcta con Él. El leproso que volvió para adorar a Jesús lo hizo teniendo presente la experiencia singular que había vivido con el Señor, que motivó que se postrara en tierra y diera gloria a Dios. En el tiempo final, frente al resplandor de la gloria del Señor, hasta los impíos se arrodillarán ante él vencidos por la evidencia de su victoria, pero mientras tanto solo los redimidos podemos dar cabalmente gloria al Señor, porque hemos sido hechos aceptos por la obra de Jesucristo y fuimos librados de la ira por su sangre. Quienes todavía están en sus pecados, contra los cuales pesa la ira de Dios, no pueden unirse al pueblo de los redimidos para alabarle porque están en situación de rebeldía.
b. Un verdadero adorador conoce a su Dios.
El Señor dijo: “Más la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y en verdad, porque también el Padre tales adoradores buscan que le adoren” (Juan 4,23) La vieja reyerta entre judíos y samaritanos estaba centrada en el lugar físico de la adoración, una cuestión de formas. Los judíos adoraban en Jerusalén, mientras que los samaritanos los hacían en Gerizim. Para ellos esto era motivo de controversia histórica y de lucha despiadada. Jesús puso las cosas en su lugar enseñando que, antes que las formas, está el conocimiento de la persona a la que se adora. Por lo tanto no es importante el lugar, sino la persona. El conocimiento de Dios es vital para el adorador. Y para conocer a Dios tenemos un único camino: La Palabra de Dios.
Dios ha hablado, tiene carácter, es un Dios personal y se ha revelado. El conocimiento de la Palabra de Dios tiene que ser fundamental para quien quiere alabar a Dios correctamente. La alabanza no puede desplazar o reemplazar el conocimiento y la exposición de la Palabra de Dios, porque de ser así terminaríamos por estar alabando “lo que no sabemos”. Dios no puede aceptar la alabanza de un pueblo que no se preocupa por conocerlo, por conocer su voluntad y por ponerla por obra. El pueblo que adora a Dios es porque conoce a su Dios, porque quiere conocerlo cada día más y porque sabe que del conocimiento de su Dios, y no de una alabanza eufórica, depende ser aceptado y sobrevivir. El profeta Oseas trae los reclamos de Dios a un pueblo que va a ser castigado y dice: “Mi pueblo fue destruido, porque le faltó conocimiento. Por cuanto desechaste el conocimiento yo te echaré del sacerdocio...” (Oseas 4,6).
c. Un verdadero adorador alaba sin esperar nada a cambio.
La alabanza que Dios acepta no es la que persigue un fin utilitario y se presenta para propiciar las bendiciones de Dios, sino las que son expresión de un corazón agradecido que rinde al Señor el tributo que merece su persona.
La mujer de Sunem que preparó el aposento para Eliseo lo hizo desinteresadamente, porque el profeta era un varón de Dios. Cuando el profeta le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti? ¿Necesitas que hable por ti al rey o al general del ejército?” La mujer respondió: “Yo habito en medio de mi pueblo”, mostrando que tenía por sumo privilegio contarse entre los elegidos de Dios y poder darle honra a sus siervos. No buscó con su acción ningún privilegio especial, aunque la falta de un hijo debía pesarle en su corazón. Dios la bendijo por esta visión tan decantada que tenía de la honra debida a Su nombre.
El Señor Jesucristo citó a Isaías para caracterizar a su pueblo: “Bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo de labios me honra, mas su corazón está lejos de mí” (Mateo 15,8) Mirando a su alrededor veía como se multiplicaban los alabadores: Multitudes acudían al Templo de Jerusalén para unirse en la alabanza, en múltiples festividades con sus labios honraban a Dios, diariamente tiempos especiales de oración y épocas de ayuno. Pero cuando Dios miraba sus corazones los veía lejos de Él. Porque Dios no se conforma con alabadores, los tiene por millares, pero Él sigue buscando la alabanza de los verdaderos adoradores. Y los verdaderos adoradores siguen escaseando.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Evolución de la idea de Dios en la Biblia

Evolución de la idea de Dios en la Biblia

Parafraseando a Salomón en los Proverbios podríamos decir que la idea de Dios en la Biblia, desde el primero al último libro, “va en aumento hasta que el día es perfecto” Por lo menos si entendemos por perfecto a lo que se adapta acabadamente a nuestras necesidades. El Dios de la Biblia se revela, avanza sobre la realidad de los hombres mostrándose progresivamente, teniendo en cuenta la mentalidad de cada época.
En el pensamiento mítico el hombre proyecta en el más allá una divinidad y luego se esfuerza, a través del rito, por hacer que la divinidad se ponga a su servicio. Tal vez sean los griegos el ejemplo más conocido para nosotros: Sus dioses eran proyecciones de ellos mismos: Caprichosos, viciosos, imperfectos, sacudidos por las pasiones. A través del rito se trataba de volverlos propicios a los ofrendantes.
Por el contrario, en la Biblia es Dios quien interpela al hombre, y este le responde. El rito es la respuesta del hombre a un Dios que está presente y no está callado. 
Pero aún así, el camino no está exento de problemas: ¿Cómo puede el hombre cuya mente está ligada a lo material, entender a Dios que es Espíritu? ¿Cómo puede el hombre, limitado en tiempo  y espacio entender al Dios eterno e infinito? ¿Cómo puede el hombre imperfecto  y pecador, entender al perfecto y santo Dios?
Spurgeon, uno de los grandes pensadores protestantes del siglo pasado, decía:
Es un tema tan vasto que todos nuestros pensamientos se pierden en su inmensidad; tan profundo que nuestro orgullo se hunde en su infinitud. Cuando se trata de otros temas podemos abarcarlos y enfrentarlos... Pero cuando nos damos con esta ciencia por excelencia descubrimos que nuestra plomada no pude sondear su profundidad, que nuestro ojo de águila no puede percibir su altura... Ningún tema de contemplación tenderá a humillar a la mente en mayor medida que los pensamientos de Dios.
En la sociedad patriarcal del Génesis Dios va asomando lentamente en el horizonte de los hombres. La limitada capacidad de estas sociedades primitivas hacía que Jehová fuera el Dios del clan o de la tribu. Y el gran problema era diferenciarlo de los falsos dioses que patrocinaban a otros pueblos vecinos, mostrar la singularidad de un dios que existe, tiene una personalidad y un carácter definido, y que, en consecuencia, tiene demandas éticas para su criatura.
Pero es en el Éxodo cuando Dios extiende su carta de presentación a la nación hebrea. Interrogado por Moisés acerca de su nombre dice lacónicamente: “Yo soy el que soy”.
En la definición se halla implícita la diferencia con los dioses que adoraban lo egipcios y demás pueblos conocidos: Dios no era una proyección del hombre, era enteramente otro, con personalidad y carácter definido. Dios deja establecida su singularidad y sobre ella va a funcionar el monoteísmo de su pueblo.
Rápidamente, y antes de darles la libertad, muestra su poder por encima de los “otros dioses”. Cada una de las diez plagas que caen sobre Egipto ataca a uno de los dioses protectores del imperio, culminando sobre el deificado primogénito del faraón.
Dios se muestra como el todopoderoso que doblega las fuerzas naturales y espirituales.
Pero instalados en el desierto el carácter moral de Dios se manifiesta en el Monte Sinaí con los Diez Mandamientos: Allí se caracteriza como el Dios justo y amante de la justicia. Como un Dios exclusivo y excluyente (“No tendrás dioses ajenos delante de mi”), espiritual (“No te harás imagen ni ninguna semejanza), celoso de su honra (“No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano”).
Las taxativas prohibiciones (protectoras de la vida, los bienes, la familia, etc.) van mostrando la rectitud de Dios y las demandas que esta rectitud tiene sobre las criaturas.
Pero es en el último de los mandamientos, el referido a la codicia, donde muestra su poder inquisidor sobre el alma humana. Demanda una pureza que no solo sea exterior, sino interior. Pureza de corazón.
Estos mandamientos no aparecen como sugerencias u opciones de conducta, sino como imposiciones. Su trasgresión hace pasible del castigo.
Sin embargo la imagen del “Dios castigador” o de “la cara oscura de Dios en el Antiguo Testamento” está desmentida por la inmediata instalación del ritual: Un templo portátil que grafica en forma audiovisual la relación del hombre con Dios.
El Dios espiritual y eterno está separado del hombre, su gloria mora en el “Santo de los Santos”, lugar inaccesible para los mortales. Pero esa morada está en medio de su pueblo. Dios está moralmente separado del mal, pero quiere estar con ellos.
Y cuando algún israelita siente el peso de su culpa la asume llevando un cordero al sacrificio. Porque Dios se presenta como  misericordioso y clemente. Es el Dios justo y exigente, pero perdonador.
Esta es una de las grandes diferencias con los griegos que, concientes de la culpa, se exculpaban descargando la responsabilidad sobre los dioses. La falta de respuesta al problema de la culpa hace decir a Esquilo en “Niove”: “Dios engendra en los mortales la culpa cuando quiere detruír totalmente a una familia”.
Por el contrario, los hebreos podían acceder de ordinario a la expiación de las culpas personales.
Una vez al año, el Sumo Sacerdote se presenta en el “Santo de los Santos” para hacer expiación con un sacrificio por el pecado del pueblo y deja la sangre sobre el arca del pacto, único mueble del lugar. El pecado ha sido pagado por la sustitución del cordero. Dios se muestra como el Redentor de su pueblo.
Por supuesto que todo esto era la graficación de algo que todavía estaba en el misterio. ¿Comprendían esto los oferentes? ¿Se darían cuenta que la muerte de un animal no sirve para expiar la culpa de los hombres? Seguramente la mayoría no tenía tal penetración. Sin embargo David, en el salmo penitencial, dice:
Pues tú no quieres ofrendas ni holocaustos;
yo te los daría, pero no es lo que te agrada.
Las ofrendas a Dios son un espíritu  dolido;
¡tú no desprecias, oh Dios, un corazón hecho pedazos!
 La fina percepción espiritual de David le hace ver que no está todo dicho. Que todavía hay mucho por conocer sobre Dios.
Pero el camino está preparado y cuando Juan el Bautista presenta a Jesucristo como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, lo que era una figura toma realidad, y el corazón del hombre está preparado para recibirlo.
El mismo proceso de ir asomando progresivamente es el que sigue Jesucristo con sus discípulos. Va mostrando su poder y sus demandas hasta que, pocos meses antes de ir a la cruz, los confronta en Cesarea de Filipo: “¿Quién dicen los hombres que soy?” “¿Quién decís vosotros que soy?”. Cuando Pedro lo declara como el Cristo, Hijo del Dios viviente, entonces sigue la revelación y les habla de la cruz. Pero es en el aposento alto, ya frente a la sombra del sacrificio, donde ante la demanda de Felipe: “Muéstranos al Padre...”, le responde: “El que ha visto a mi, ha visto al Padre”.
Parecería que con la revelación de Jesucristo llegamos a la perfección del conocimiento de Dios: Nada nos queda por conocer porque hemos penetrado en el corazón mismo de Dios.
Pero nos preguntamos: ¿Es verdaderamente así?
El Apóstol San Pablo escribe a los Gálatas:
Ciertamente, en otro tiempo, no conociendo a Dios, servíais a los que por naturaleza no son dioses;  mas ahora, conociendo a Dios, o más bien, siendo conocidos por Dios...Gálatas 4,8-9
A los filipenses les dice que milita: “a fin de conocerle...”
El conocimiento de Dios sigue siendo insondable. Cuando creemos que estamos en la profundidad, todavía estamos en la superficie. Sin embargo tenemos la certeza de ser conocidos y de conocer lo que necesitamos conocer.
Para los hombre de fe queda siempre en pie la esperanza: En la eternidad “entonces conoceré como soy conocido”.
Concluyamos con las palabras de Jeremías:
“Que no se enorgullezca el sabio de ser sabio,
ni el poderoso de su poder,
ni el rico de su riqueza.
Si alguien se quiere enorgullecer,
que se enorgullezca de conocerme,
de saber que yo soy el Señor,
que actúo en la tierra con amor, justicia y rectitud,
pues eso es lo que a mí me agrada.
Yo, el Señor, lo afirmo.”
Salvador Dellutri

La Educación en la Biblia

La educación, entendida como la formación integral de la persona, ocupa un lugar preponderante en la enseñanza bíblica. Henri – Irénée Marrou dice al respecto: “Hay civilizaciones refinadas y maduras sobre las cuales gravitan pesadamente los recuerdos del pasado, registrados bajo forma escrita.

Por: Pr. Salvador Dellutri



En su educación, por consiguiente, prevalece la técnica de la escritura: son las “gentes del libro”, ahl el kitab, como dice El Corán para designar a los judíos y cristianos, con una mezcla de respeto y asombro.”[1]



Al comienzo de la historia Bíblica, en el Pentateuco, se establece con claridad la responsabilidad paterna en la educación de sus hijos, una formación basada en los valores trascendentes fundamentados en la ley de Dios: Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes.[2]La enseñanza era la consecuencia del compromiso espiritual de los padres, carecía de profesionalismo y transmitía en forma vivencial los principios de la ley divina. Cumplir acabadamente con la educación de los hijos era considerada, desde los tiempos patriarcales, una prueba irrefutable de fidelidad.[3]



El método de enseñanza era la repetición y estuvo tan ligado al proceso educativo que en hebreo el verbo “aprender” deriva de “repetir”. Esto hacía que se diera una especial atención al cultivo de la memoria.



Es importante destacar que en una educación de tipo familiar cumple un papel fundamental la mujer guiando el desarrollo intelectual y espiritual de los hijos. En el Nuevo Testamento queda el testimonio de Timoteo quien, a pesar de tener un padre gentil, recibió una eficaz formación de fe por la influencia de su madre y su abuela.[4]



Dentro de la cultura hebrea las celebraciones anuales se aprovechaban para cumplir con el propósito educativo. En la fiesta de la Pascua la ley establecía un diálogo ritual entre padres e hijos en el que la simpleza de las preguntas y respuestas eran un vehículo apto para fijar en la mente y el corazón del niño lo esencial de su cultura.[5]

Durante la monarquía hebrea aparecen algunos testimonios de ayos que educaban a los hijos del rey, con lo que se puede inferir que las clases pudientes de la época habían comenzado a delegar la enseñanza en profesionales.[6]



Durante el cautiverio Babilónico la necesidad de conservar la cultura dio origen a las sinagogas, centros educativos en los cuales el escriba actuaba como maestro de la ley. Esdras es el primero de estos escribas que ejercían la docencia del que tenemos noticia. Se destaca el conocimiento de la ley y el compromiso espiritual como características inalienables de quienes ejercían este oficio.[7] El método utilizado por los escribas, según inferimos del relato que hace Nehemías, era la lectura y comentario explicativo del texto de la ley, aclarando dudas y contestando las preguntas del auditorio.[8]



Las sinagogas siguieron siendo una institución eminentemente educativa (también tenía una función devocional, aunque secundaria) durante el período del Nuevo Testamento. En las sinagogas había maestros fijos pero en algunas ocasiones tenían maestros visitantes que estaban de paso y eran convocados para la tarea. De Jesús se dice que recorrió toda Galilea enseñando en las sinagogas[9].



La familia y la sinagoga trabajaban como un equipo educativo. En el hogar se preparaba a los niños en el aspecto práctico transmitiendo el oficio paterno y la sinagoga apoyaba la formación moral y espiritual.[10]



La iglesia primitiva heredó los métodos educativos de la sinagoga, dedicándose con igual ahínco a formar integralmente a los cristianos. Enseñaban en el templo y en las casas despertando los celos de los avinagrados maestros del judaísmo[11]. Los cristianos pusieron en práctica lo aprendido de Jesús y reaccionaron contra la enseñanza teórica de los fariseos. Adoctrinaban al pueblo para que su espiritualidad fuera práctica y se evidenciara en una conducta santa que atendiera las necesidades del prójimo e hiciera del bien y la misericordia los objetivos de la vida. El énfasis en la praxis hizo que se ganaran el favor de la gente.[12]



Todos los sistemas educativos mencionados en la Biblia parten de una misma concepción antropológica: conciben al hombre como un ser espiritual y trascendente. Por lo tanto se dirigen al ser integral y le dan una base que les permite cimentar sólidamente su escala de valores para desarrollar una vida útil para la sociedad.



Es evidente que quienes hacen girar su vida alrededor del Libro de Dios tienen a su alcance los elementos necesarios para desarrollarse: Una cosmovisión teocéntrica que refrena los desbordes de la autosuficiencia y una concepción del hombre como ser creado, espiritual y trascendente que lo ubica en la cima de la creación, pero lo subordina al Creador. La Revelación de Dios garantiza una educación que responde a las necesidades del hombre real y le propone su realización integral dentro de las leyes divinas para que pueda desarrollarse en plenitud en el tiempo y se deleite en la esperanza de la eternidad.



Salvador Dellutri





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[1] Marrou, Henri.Irenée, Historia de la Educación en la Antigüedad. Buenos Aires: Eudeba, 19651

[2] Deuteronomio 6.6-7



[3] Génesis 18.19



[4] 2 Timoteo 1.5



[5] Éxodo 12.25-27



[6] 2 Reyes 10.1-5



[7] Esdras 7.6; 11



[8] Nehemías 8.8



[9] Mateo 4.23



[10] Hechos 5.42



[11] Hechos 4.1-2



[12] Hechos 2.47; 5.13

Versiculo del dia

Versiculo del dia

SEMANA SANTA

NOS ESTAMOS PREPARANDO PARA LA SEMANA SANTA
LA PRIMERA QUE NOS TOCA EN ESTA NUEVA EPOCA DE NUESTRA IGLESIA.